Se encontraba en una azotea pequeña, bajo un
manto de estrellas. Tenía unas vistas increíbles de Roma. Miró la ciudad y se
dio cuenta que también estaba sobre un manto de estrellas más extenso. Las
luces de la ciudad resplandecían desde cada rincón, mientras que las estrellas
del cielo brillaban pequeñas e insignificantes, como un constante recuerdo de
la fútil existencia que era el ser humano.
— ¿Me extrañabas? —Una dulce voz desde su espalda le arrebató un escalofrió.
— Ya pensaba que no volver a verte —dijo el chico
mientras se giraba para ver el pálido y bello rostro de la chica de ojos
verdes.
Helena sonrió y, de poder sonrojarse,
probablemente lo hubiera hecho. Se acercó a Ryke con paso tranquilo y delicado.
— Si fueras inteligente huirías de mí —reprendió con una sonrisa divertida.
Ryke se encogió de hombros y volvió a mirar el
horizonte.
— Puede que prefiera ser un idiota insensato.
Helena no dijo nada y contempló el paisaje a su
lado.
— ¿Sabes por qué estás aquí?
— ¿En la azotea o en Roma?
— En Roma —respondió la chica con tono de burla.
Ryke la miró sonriente, pero la sonrisa se le
borró rápidamente.
— Os oí hablar sobre los Diadvocatus. Vampiros que
tenían una sede importante escondida en Roma.
— De donde yo pertenecía.
— Ya… —Ryke agachó la cabeza—. Eres una vampiresa.
Hubo un breve silencio.
— Hermoso paisaje, ¿no crees? —dijo Helena que
miraba el horizonte con ojos intensos.
— Lo es.
— ¿Sabes que a esta ciudad se la conoce también por
nombre de “Cittá Eterna”?
— ¿Y qué significa? —quiso saber el chico. Entonces
la miró de nuevo y vio el centenar de luces reflejarse en su piel y en sus
ojos.
— La Ciudad Eterna —respondió ella con una radiante
sonrisa.