jueves, 28 de marzo de 2013

La Ciudad Eterna


Se encontraba en una azotea pequeña, bajo un manto de estrellas. Tenía unas vistas increíbles de Roma. Miró la ciudad y se dio cuenta que también estaba sobre un manto de estrellas más extenso. Las luces de la ciudad resplandecían desde cada rincón, mientras que las estrellas del cielo brillaban pequeñas e insignificantes, como un constante recuerdo de la fútil existencia que era el ser humano.
—   ¿Me extrañabas? —Una dulce voz desde su espalda le arrebató un escalofrió.
—   Ya pensaba que no volver a verte —dijo el chico mientras se giraba para ver el pálido y bello rostro de la chica de ojos verdes.
Helena sonrió y, de poder sonrojarse, probablemente lo hubiera hecho. Se acercó a Ryke con paso tranquilo y delicado.
—   Si fueras inteligente huirías de mí —reprendió con una sonrisa divertida.
Ryke se encogió de hombros y volvió a mirar el horizonte.
—   Puede que prefiera ser un idiota insensato.
Helena no dijo nada y contempló el paisaje a su lado.
—   ¿Sabes por qué estás aquí?
—   ¿En la azotea o en Roma?
—   En Roma —respondió la chica con tono de burla.
Ryke la miró sonriente, pero la sonrisa se le borró rápidamente.
—   Os oí hablar sobre los Diadvocatus. Vampiros que tenían una sede importante escondida en Roma.
—   De donde yo pertenecía.
—   Ya… —Ryke agachó la cabeza—. Eres una vampiresa.
Hubo un breve silencio.
—   Hermoso paisaje, ¿no crees? —dijo Helena que miraba el horizonte con ojos intensos.
—   Lo es.
—   ¿Sabes que a esta ciudad se la conoce también por nombre de “Cittá Eterna”?
—   ¿Y qué significa? —quiso saber el chico. Entonces la miró de nuevo y vio el centenar de luces reflejarse en su piel y en sus ojos.
—   La Ciudad Eterna —respondió ella con una radiante sonrisa.

martes, 19 de marzo de 2013

Empieza la tormenta


—   Cuando era pequeña… —comenzó a decir la chica clavando sus ojos caramelizados en los de Ryke—, mi abuela decía que la lluvia son las lágrimas que no derramamos cuando lo necesitamos. Cuando la lluvia está acompañada de tormenta, son los llantos de rabia que contenemos. Siempre me decía que para ver el sol tenía que llorar siempre que hiciera falta.
—   ¿Y qué pasa cuanto contienes lágrimas de felicidad? —quiso saber el chico.
—   ¿Por qué ibas a contenerlas? —Jennifer le miró con una sonrisa triste, pero no por ello la hacía menos bella. La curvatura de sus labios al sonreír embellecía su rostro aun con ojos apesadumbrados—. Cuando me abuela murió— prosiguió contando—, lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Hizo una pausa y Ryke la miró con más curiosidad. La chica dejó que una lágrima se deslizara con sus mejillas.
—   Llovió durante tres días seguidos —comentó—. Desde entonces solo lloro cuando no puedo evitarlo.