Hace mucho tiempo,
en el reino de Eil, vivía un juglar que por dinero cantaba, bailaba, recitaba
poemas y hacía malabares ante todo el reino. Tocaba la bandurria día tras día,
noche tras noche. Hasta que un tarde invernal se percató del efecto que
producían sus canciones en la gente del pueblo. Si quería que bailaran,
bailaban. Si quería que lloraran, lloraban. Si quería que se pelearan, se peleaban…
Aprendió a dominar ese poder y su fama
comenzó a extenderse. Claramente, los ciudadanos desconocían aquel tipo de
magia y se entregaban ciegos a su poder. Unos meses después, el juglar comenzó
a tocar para la corte. Recitaba sus más hermosas baladas y sus más triste
poemas. Comprobó que en la corte surtía el mismo efecto. Toda la nobleza
sucumbía ante aquel humilde ciudadano tocando su instrumento y le colmaban de
dinero.
En aquellos tiempos la nobleza no estaba
muy bien vista para los ciudadanos de clase baja, y como era de esperar, el juglar
pensó en matarles cuando hubiera conseguido suficiente dinero como para vivir
el resto de su vida sin trabajar. Tocó una melodía terriblemente melancólica y
con una moribunda, pero increíble voz, cantó. Cantó, llamando a la muerte.
Cantó, con versos envenenados. Cantó, cantó y la muerte apareció. Se llevó al
rey y a su reina, al príncipe y a la princesa; y con ellos media corte del
palacio real. Cantó sin parar hasta que acabó con todos y aún siguió cantando.
Solo quedaban el juglar y la muerte, y el juglar le cantó a la muerte. Se le
ocurrió la estúpida idea de intentar matarla. Pero sus planes se torcieron. Durante
unas horas la muerte le escuchó y se maravilló con la canción. Tanto se
maravilló que se llevó al juglar donde nadie pudiera escucharle. Nadie más, excepto
ella misma.
Se dice
que, desde aquel momento, cuando alguien esta apunto de morir, puede escuchar
al juglar cantar con todo su pesar, condenado a morar en la muerte eterna, cuyo
final, ni la fe ni el deseo logra alcanzar.