miércoles, 9 de abril de 2014

El ávido juglar

Hace mucho tiempo, en el reino de Eil, vivía un juglar que por dinero cantaba, bailaba, recitaba poemas y hacía malabares ante todo el reino. Tocaba la bandurria día tras día, noche tras noche. Hasta que un tarde invernal se percató del efecto que producían sus canciones en la gente del pueblo. Si quería que bailaran, bailaban. Si quería que lloraran, lloraban. Si quería que se pelearan, se peleaban…
Aprendió a dominar ese poder y su fama comenzó a extenderse. Claramente, los ciudadanos desconocían aquel tipo de magia y se entregaban ciegos a su poder. Unos meses después, el juglar comenzó a tocar para la corte. Recitaba sus más hermosas baladas y sus más triste poemas. Comprobó que en la corte surtía el mismo efecto. Toda la nobleza sucumbía ante aquel humilde ciudadano tocando su instrumento y le colmaban de dinero.
En aquellos tiempos la nobleza no estaba muy bien vista para los ciudadanos de clase baja, y como era de esperar, el juglar pensó en matarles cuando hubiera conseguido suficiente dinero como para vivir el resto de su vida sin trabajar. Tocó una melodía terriblemente melancólica y con una moribunda, pero increíble voz, cantó. Cantó, llamando a la muerte. Cantó, con versos envenenados. Cantó, cantó y la muerte apareció. Se llevó al rey y a su reina, al príncipe y a la princesa; y con ellos media corte del palacio real. Cantó sin parar hasta que acabó con todos y aún siguió cantando. Solo quedaban el juglar y la muerte, y el juglar le cantó a la muerte. Se le ocurrió la estúpida idea de intentar matarla. Pero sus planes se torcieron. Durante unas horas la muerte le escuchó y se maravilló con la canción. Tanto se maravilló que se llevó al juglar donde nadie pudiera escucharle. Nadie más, excepto ella misma.
Se dice que, desde aquel momento, cuando alguien esta apunto de morir, puede escuchar al juglar cantar con todo su pesar, condenado a morar en la muerte eterna, cuyo final, ni la fe ni el deseo logra alcanzar.